Hay cierto tipo de autores (es decir, gente que hace cosas -con cuidados y cariño- que nadie le pidió que hiciera, sólo por el placer de verlas) cuya falta de prejuicios se manifiesta en que hacen lo que hacen sin pedir cuentas ni darlas. Hay cierto tipo de obras cuya radicalidad consiste en atreverse a utilizar el lenguaje más austero, rehuyendo el artificio, los efectos y los gritos. Hay obras y autores, insumisos a la Historia y a las categorías, que asumen el riesgo de adentrarse alegremente en una tradición tan denostada como el género por excelencia del retrato de estudio, sin darse importancia, por disfrutar primero con lo que tienen a mano, como los niños, esos que no van buscando sino que hasta en el desierto encuentran. Y encontrar y detener una visión única y distinta, atrapar con claridad orgánica la apariencia de la vida es tarea quizá sustancial a la fotografía desde su origen, y ha sido y es aventura vital (no necesariamente nómada) para unos cuantos fotógrafos que han rechazado y rechazan nombres más ostentosos.
Y es que al final de más de un siglo de existencia intensa en libertad, a la sombra del que se hacía llamar gran Arte, las últimas décadas asistimos al apogeo ruidoso y nuevo prestigio del medio fotográfico y sus derivados; con el desarrollo de una técnica cada vez más accesible, cada vez más sofisticada, que multiplica sin esfuerzo la producción de imágenes de todo lo probable y lo imposible presentándolas sin distinción. Sin embargo, no parece que en la misma proporción hayamos logrado ver más, es decir, mejor. Muy al contrario, se diría que nos hemos quedado ciegos, inmunes a lo sensible, desde el sofá «con vistas» a donde nada es verdad ni es mentira. ¿Y qué clase de visión podría inquietarnos ya, a nosotros, teleadictos saturados de imágenes que jamás se harán realidad ante nuestros ojos?
Pues sin embargo, para sorprendernos, tal vez bastara un solo minuto deteniéndose a observar el mapa de la cara de otro, ese cualquiera, o no, que nos cruzamos a diario, que también sueña ser el eje absurdo de este mundo. ¿Podríamos ver, y sentir, si nos atreviéramos a mirar hasta el fondo de otros ojos, también aquello que éstos han visto, lo que están creyendo ver?
Y si el que mira es además pintor amante de las texturas, ¿qué superficie hay más rica y diversa, qué paisaje hay más inquietante, qué imagen más elocuente, qué dibujo más cargado de sentido que la máscara del rostro? Lo que importa aquí es lo humano. ¿Acaso existe otro tema?
Encuentra el ojo de este fotógrafo otros ojos y otras manos, tan anónimos como el nombre del hombre al que pertenecen, como el fondo que los aísla y los desnuda, como el oficio que ejercen y que el que los retrata indica porque quiere que sepamos. Tal vez porque sabe, ya de vuelta, que cualquier circunstancia vital posee múltiples lecturas al mismo tiempo; de ahí que sea imposible conocer la integridad de las personas, aquí, personajes, cuya naturaleza se muestra contínuamente cambiante, igual y a la vez distinta, tanto como la luz espesa que las ilumina o penumbra en estas fotografías. Y quizá por eso la fascinación que nos produce mirar a los otros sea en esencia un deseo por averiguar quienes podríamos ser, quiénes seremos.
Mirémonos pues, narcisos, en el espejo de otros ojos y quizá se nos ventile el ego ante el acontecimiento cotidiano y misterioso de la diversidad uniforme que nos incluye … y nos mira. Tal vez aprendamos de nuevo a ver con claridad.
*