Navidades y otras fiestas de fregar

Mujer sin amo que eligió no tener hijos y ya no podría tenerlos ni borracha ni obligada (de algo ha de servir cumplir años), además de añosa, atea, y viviendo con el culo al aire: debido a la acumulación de esas varias circunstancias, en la democracia griega ni siquiera me hubiera estado permitido votar y a pesar de mi exquisita formación académica sería considerada escoria inútil para el Imperio. No hace falta andar tan lejos: en España, durante muchas décadas, tampoco habría tenido ningún derecho y casi más bien la obligación del trabajo de criada (a mi edad sería tía Tula, monja o puta vieja en la miseria).

 

Afortunadamente (y gracias en mucho al trabajo de aquellas), al contrario que las parias, las esclavas, la mayoría de mujeres del tercer mundo y todas las pobres que malviven en éste, yo pude elegir mi vida y desertar: mi biografía es deliberada. Y porque entiendo que mis elecciones no benefician a la continuidad del Sistema, nunca aspiré a gustarle ni un poco, ni a que me regale nada que no me pertenezca. Sin embargo, a pesar de manifestarme abiertamente sediciosa -de palabra y obra- también de mi propio género, la inercia perversa del patriarcado y hasta la del matriarcado vuelven a reclutarme por Navidad, obligada por cadenas de costumbre a ejercer las labores de criada que se me presuponen naturales y se me dan por hecho aprendidas. Y es que,  precisamente para no imponerle a dos ancianas mi irrevocable renuncia, incluso yo, me veo «obligada» año tras año a escenificar el simulacro de una celebración que no sólo no comparto sino que fuerza especialmente a las mujeres que más desprecia: las que ya no son estrictamente jóvenes, es decir, las que son más «responsables» -de los niños o de los viejos, como es mi caso-.

 

Resulten insoportables o entretenidas, la inmensa mayoría de los hombres que conozco acuden a esas cenas y comidas familiares dispuestos o resignados un año más a vivir la experiencia. Cuando acaban, regresan a sus casas deprimidos o muertos de la risa, jurando no repetir o jurando el sindiós manifiesto… pero sin haber tenido que fregar ni un solo plato… Por el contrario, no conozco a ninguna mujer responsable que no trabaje extra-ordinariamente -en mayor o menor medida- cada vez que la sagrada institución familiar decide celebrarse a sí misma y montar fiestas. Que implican previsiones, compras, comidas, limpiezas, regalos… En eso al menos logré imponer cordura y en mi casa sólo los demenciados reciben regalos por Navidad: mis dos viejas no comparten mi escepticismo y yo no se lo impongo. Las dos merecen homenajes diarios, no sólo cuando lo decide El Corte Inglés, porque sin perder la alegría, ambas, además de conseguir titularse, sobrevivieron a la miseria económica y moral de la posguerra y el franquismo trabajando doblemente. Trabajando como hacían los hombres, contribuyendo o manteniendo la economía familiar con trabajos asalariados, pero también manejando herramientas como ellos y construyendo casas ladrillo a ladrillo, a menudo, no sólo metafóricamente (gracias, mamá, por enseñarme a hacer hormigón). Y trabajando además como lo hacían las mujeres entonces y lo hacen muchas todavía: después de hacer de albañil, economista y fontanero, dando de comer a todo el mundo, cuidando de todos, más los viejos y los niños, procurando lo que ellas no disfrutaron, preservando espacios para la seguridad y la alegría (esos que hacen que aún recuerde mi niñez tan dulce, aunque ahora conozca los sacrificios que la sustentaban), y fregándolo todo después…

 

Mis dos viejas no tuvieron tiempo ni siquiera para pensar. Y ahora ya van dejando de hacerlo (entre otras cosas, gracias a ese ansiolítico natural, frente a la muerte, que diría que resulta la demencia). Y es tarde. Y sería cruel, por inútil, y soberbia por mi parte, venir yo ahora, al final de su partida, a señalarles los límites del tablero en el que se las permitió jugar. Así que seguiré escenificando el espejismo del mundo que más las divierta y reconforte y las haga sentir seguras mientras me resigno a ir perdiéndolas despacio. Y encargándome, ahora yo, de fregarlo luego todo. Asumo los límites de mi propia última celda, que no es otra que el amor. Sólo pido que nadie vuelva a felicitarme, por favor, las fiestas, porque ya no tengo siete años ni me vuelvo imbécil de repente cuando llega Navidad.

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