Cuento del pintor mudo (1996)

«El que no espera no hallará lo inesperado, imposible de buscar como es y sin vía cierta.» Heráclito

 

 

 

Uno no es de piedra. Más bien mantiene a duras penas la compostura que permite habitar entre otros, avanzar a los días sin causarse estragos, como si uno fuera el mismo todo el tiempo; un nombre, unas costumbres que los demás le suponen, bastan para que se haga menos incómodo interpretar esa ficción, al cabo, que tener que defender contínuamente el caos real que a solas se reconoce, se busca y se disfruta. Ninguna costumbre es inocua: a veces uno acaba anhelando el Norte que consiguió borrar con esfuerzo, el nombre al que ya no respondía y hasta un sentido para la pintura -mi oficio- más allá del que ese hacer con los años, el estudio y la costumbre han ido revelando naturalmente. Tantas horas a solas entre imágenes mudas, tanto silencio a veces pesa y ofende, como si no hubiera sido previsto. Y parece que las circunstancias conspiran para que uno acabe sintiéndose un monstruo que malgasta la vida; la vida que se oye afuera del estudio que es la casa, la única vida que conoce. Y se pregunta qué clase de sacrificio escandalosamente inútil será éste con el que no contaba de niño disfrutando con pinceles. Y añora más voces que la suya, como mínimo interlocutores para compartir descubrimientos y asombros, ojos nuevos que alumbren las pinturas que ya no ve de tanto mirarlas. Y piensa que acaso se volvió ciego estando encerrado, sordo por el silencio, y la culpa sea suya, encerrado como está, que habrá que salir.

Y sale.

Esta vez, acepté sin excusas pasar unos días con mis amigos, en su casa de la costa, harto como estaba de vivir conmigo, sin más horizonte que una tela en blanco. Y empecé a olvidar los cuadros, la misma tarde que cerré el estudio y me subí en un tren, la vista entretenida con caras nuevas -es decir, otra cara que mi reflejo en los espejos, mi único modelo últimamente. Una noche de curvas e insomnio y amanecí en el andén agotado y nuevo, fuera de mí y de mi idea, entregado y dispuesto.

Dispuesto a disfrutar de las atenciones de mis amigos: “una ocasión especialmente jugosa” -me habían animado- pudiendo asistir como espectadores a las jornadas de debates sobre arte que desde hace unos años allí organiza el Ministerio de Cultura. Y yo tan dispuesto, ya digo, a encontrar incluso por allí más compañeros de oficio y vicio, que al día siguiente por la tarde, ya a la fresca y descansados, alargamos el paseo hasta la Casa de la Cultura para ocupar entre otros unas sillas y escuchar lo que pudiera oírse…

*

No se levanta el telón del salón de actos: éste es informal y distendido. Entre bromas, ocupan el estrado los conferenciantes, y es que también el arte, en verano, parece más ligero. La presentación corre a cargo de un político profesional en época, casualmente, de elecciones (siempre dispuestos a cotizar argumentos y justificaciones del presupuesto si además, como era el caso, son ponderables «culturalmente» y se los puede nombrar con palabra que resuene tan cargada de historia y emociones exaltadas y, a la vez, resulte tan… ¿elástica?). En nombre de la Cultura y un «rearme» ya ideológico, en boca del funcionario que inaugura este año las jornadas, más que «artistas», vemos reunirse de nuevo en la Casa de la Cultura, una muestra suficiente de «profesionales» de la misma: directores de museos, gestores de salas de exposiciones oficiales y de galerías oficialmente privadas, «comisarios» por libre, a sueldo y por encargo, también filósofos, historiadores, «críticos», opinadores e intermediarios en general intercambian lo que se supone son “expertos” comentarios. Con el primer discurso sobre Arte, los de abajo, boquiabiertos, comprobamos una vez más cómo discurren paralelas -y quiero decir ‘sin rozarse’- la práctica y la teoría.

Todos hablan con mecánica soltura, miden, aseguran y etiquetan, enumeran cánones violentados a las cosas, sin titubear. De nuevo, una autodenominada «élite de especialistas» de una actividad que no practican, de un hacer que no han probado, autoerigiéndose como intérpretes entre las cosas (los cuadros, las esculturas o el vídeo doméstico) y la Realidad que dan por cierta. Todo se clasifica -y se gratifica- en función de cómo se ajuste a una versión de la Historia trazada como una línea recta cuya dirección, a fuerza de costumbre, se tiene ya por necesaria. Y si no, se reconoce sin rubor que el juicio de uno es «personal», demostrando con curriculum el grado de la «sensibilidad» particular de uno. Extraña «garantía». ¿Y por qué, si se trataba de ser «personal», no resulta sospechoso el consenso general entre todos los opinadores, la homogeneidad entre las obras de las que hacen propaganda? ¿Será democratización de «lo artístico», será un logro del Progreso, éste que lleva a un aficionado a ver pinturas, a presentarse como «Crítico» y a suponer que su juicio remunerado no sólo es otra «forma artística», sino la que otorga sentido a las obras que ¿critica?, confundiendo el supuesto objeto de su estudio con la literatura, propia y ajena, en torno a él?

O es que tal vez nos hemos perdido algo, el público, y esto era una reunión de escritores especialistas en artes plásticas -como podían serlo de ciencia ficción-. Si es así, echamos en falta poemas, o al menos literatura sin encubrir. Si lo que son es «amantes estudiosos», reclamamos lo imposible: todos los hechos, o sólo preguntas. Y si no nos equivocamos y esto era muestra y reunión de «especialistas» en artes, entonces echamos en falta sobre el escenario, como mínimo igual número de pintores, escultores, dibujantes o artesanos que nos cuenten la experiencia de su oficio o que impongan su silencio.

Pleno verano, la carne común sudando en los intermedios; por las noches, después de los discursos, buenas cenas en terraza junto al mar: la proximidad de los cuerpos hace hablar a lo que calla, sobre todo si lleva de más dos copas. Aquí están los transmisores del Estado del Arte Moderno, transmitiendo sobre un escenario -el paradigma de la falsedad- mientras se ahuecan la prolongación de la calva -esa media melena transparente y cana que, curiosamente, comparten tan a menudo a cierta edad muchos Profesionales del individualismo: ¿atributos de «artista»?-, exponiéndose en la Casa de la Cultura ante nuestros ojos y, en la cercanía, más claramente que a través de los escritos que algunos prodigan. Famosos «comisarios» con discurso de “primadonna” que firman y cobran por decorar salas oficiales con el trabajo de otros, viudas y herederas depositarias de obras venidas a «comisarias» soñando con ser mundanas, políticos analfabetos, vendedores implacables, galeristas de la Nada, especialistas en adulación, «artistas» mediocres reclamando pago a su fracaso y más «artistas» encumbrados tratando de justificar lo injustificable. Todo con la excusa multiuso del arte que, a la vista está, dejó hace siglos de ser palabra simple -con algún sentido-, tras sufrir violación múltiple para ser prostituida en beneficio del bolsillo. Y es que en realidad, a estos funcionarios de la perpetuación del Estado «de las cosas que se queden como están» (y los más sinceros cuando están borrachos se atreven a admitirlo desafiando), esto del arte… ¡les importa un bledo! ¿Qué hay que aprender aquí que no sepamos, a no ser más pronósticos de las «Tendencias de este otoño/invierno» en unos grandes almacenes, es decir, de nuevo lo que se nos pretende imponer?

Mi entusiasmo infantil, mi deseo desesperado de aprender si ignoro, o compartir con otros los milagros que conozco, me empujan cada tarde a la primera fila y los organizadores ya me miran con recelo cuando levanto la mano para pedir la palabra. Los conferenciantes, sin embargo, ni siquiera se inmutan; se renuevan cada tarde y no parece probable ninguna sorpresa: nadie da respuestas con sentido sino que me sonríen como se sonríe a los niños o como si fuera un bufón y conceden al siguiente la palabra. Al cuarto día me basta como experiencia directa del exterior al oficio que -aún privilegiado- me vi obligado a elegir. Y me pregunto qué hago aquí ocupado en disgustarme, intentando nombrar cosas que se matan al decirlas, para que me entiendan más sordos que yo, malgastando un tiempo que aprendí a pasar intensamente estando igual de solo. Y sin embargo, mientras me voy bajo la vista por debajo del nivel del escenario y entre las sillas veo asomarse al espectáculo -se reconocen por el pasmo común y también la risa- a algunos pintores que aún ejercen su libertad y su oficio porque les da la gana: sin pedir cuentas ni darlas, sin esperanza ni fe, sin rencor ni miedo. Pintores, escultores, artesanos, músicos, poetas, niños, locos y sin nombre, que se hacen nombrar sólo si se les pregunta, ensimismados como están, o más bien siempre fuera de sí, anacrónicos, manirrotos, desmedidos, insumisos sin conciencia de serlo, pagando a gusto con silencio por gozar libremente de un hacer puro y legítimo sobre las cosas: aquél que sea capaz de crearlas, hacerlas aparecer sólo por el placer de verlas.

De vuelta a la casa esa noche, por el paseo de la playa, el azul espeso de estrellas parece bastarme y evito la terracita donde algún nuevo compadre me aguantó la verborrea de otras tardes. El cielo me sirve de pantalla y recuerdo entre todas las conferencias y los discursos sobre Arte de estos días también al menos uno que tuvo el respeto o el coraje de ser mudo, sostenido simplemente a base de pinturas. Durante una hora ¡callado!, alguien nos mostró reproducciones de cuadros de Bonnard ampliados en la oscuridad de una sala deslumbrada por las apariciones. Y un mundo vuelve a animarse en mi sueño esa noche. Y entre todo lo que no puede nombrarse y tantas palabras que no se pueden pintar, yo vuelvo a aceptarme enmudeciendo día a día, retirado del lenguaje, autista. Y distingo de nuevo el orden al que pertenecen, aquel sentido sentido, el único cierto para mis pinturas, aquél que hallaba en pintarlas para todo el Silencio, tan raro, que de nuevo añoro junto a mis pinceles. Y apresuro la vuelta a mi casa, que es mi estudio, como si guardara en secreto la llave de un tesoro que nadie desea compartir conmigo: con la conciencia tranquila, me dispongo a disfrutarlo.

*

Hace un mes me despidió mi galerista por no cumplir el plazo de mi exposición; los críticos han olvidado mi nombre y yo el suyo. Por ahora tengo bastantes lienzos y pinturas. Releo mis pocos libros. El piano ya está reparado. Los días son demasiado cortos, procuro salir sólo lo imprescindible.

Más que pintar, espero. A veces pasan días, meses. Viviendo junto a mi cuadro abierto, como la superficie inestable de un estanque donde se sabe que habitan fantasmas que jamás se dejan ver. Acecho la pintura, para facilitar su camino, para que no se detenga mientras lo encuentra. De vez en cuando, hasta la Suerte está de mi parte y consigo algo así como desaparecer o multiplicarme y sucede a través mío, que el caos se ordena y se detiene aún vivo en la superficie para quedarse: imposible pero intenso, múltiple y claro, cierto.
Entonces, me maravillo y lo celebro (me gustaba emborracharme con uno que conozco al que le interesa más bien poco la pintura, contarle durante horas otros cuentos, que ya me callaba él después.)

Ahora ya no hablo, ni oigo mi propia voz. Sólo oigo el pelo mientras crece, los pulmones respirando, los labios si se despegan, el corazón parado. Espero. Por si apareciera de nuevo -lo que no puede decirse-, por si ocurriera otra vez -lo que calla-, para que -sea lo que sea lo que yo hago ser- sea.

Valencia, 1996